Cuando era chiquita, en mi barrio se hacían competencias de barriletes entre todos los nenes. Muchos de ellos llevaban barriletes hermosos, comprados en el súper, caros, con dibujos re lindos. Mi hermano y yo, con el entusiasmo de mis papás juntábamos ramitas del campito, comprabamos papel crepé de colores. Recortabamos y pegabamos, los dedos nos quedaban todos enchastrados. Le hacíamos una colita hermosa, supuestamente eso era lo que le daba dirección al vuelo, le atabamos un hilo y salíamos a remontarlos. Esperábamos a que el viento sea ideal, ni mucho, ni poco, el suficiente para que le diera envión al barrilete.
El barrilete remontaba poquito, corríamos para que agarre más viento y vuele bien. Cuando ya empezaba a tomar vuelo ibas soltando más hilo, para que vaya cada vez más lejos. Que lindo verlo en el aire.
Después de un par de vuelos el papel se rompía, no era de tan buena calidad. La tarde caía y volvíamos a casa a reparar el barrilete, con más papel y plasticola. Quedaba lleno de parches, pero parecía que con cada arregló el barrilete volaba mejor, y más alto.
Lo impagable era el entusiasmo de niños que hacían manualidades y después ver el resultado volando en el aire. La compañía de unos padres incondicionales que le dejaron una infancia hermosa a sus hijos. Y la metáfora, que hoy con 23 años la entiendo.